XXVI

El día 22 de septiembre de 1936 me encontraba sentado en el imponente despacho del Palazzo Venecia, de Roma, enfrente de Mussolini. A través de las abiertas ventanas llegaba el grito "¡Duce!", "¡Duce!", pronunciado por millares de gargantas. Media hora antes había desfilado por la plaza, ante Mussolini, una formación de 500 H.J., con banderas y música. Mussolini parecía tan entusiasmado como sus colaboradores. A su lado se encontraba Renato Ricci, jefe de las juventudes italianas. Me sentía cohibido de que tuviera que permanecer de pie mientras yo me hallaba sentado. Pero aquél era el estilo de Mussolini. Sus ministros tenían que estar de pie en su presencia y nunca estrechó la mano de ninguno de ellos.

—Tenemos que aprender de los alemanes, Ricci — dijo Mussolini. Y pronunció las siguientes palabras en alemán —: Oordnung, Oordnung, Oordnung!

No pude contener una sonrisa. Aquel orden de la HJ. había sido producto de dos semanas largas de intenso ejercicio. Al igual que Mussolini ponía la juventud alemana como ejemplo, ocurría que cada vez que jóvenes fascistas visitaban Alemania o en cada ocasión que un jerarca del Partido regresaba de un viaje a este país, el juicio era idéntico: "Comparada con la juventud italiana, la hitleriana es una porquería."

Por la noche, Renato Ricci dio una recepción a los alemanes. Colgó de mi pecho la medalla de comendador de la Corona, que acababa de otorgarme el rey de Italia y emperador de Etiopía. De regreso al hotel me acompañó un agregado de la embajada alemana y me aclaró que el grado era un insulto. Como jerarquía nacional del Partido tenía que haber recibido por lo menos la Gran Cruz de aquella misma orden. Me di por enterado, pero sin suponer que por causa de aquello se desenvolvería una intensa actividad entre la embajada alemana y la intendencia de la corte. A la mañana siguiente, se recibió en el hotel "Excelsior" un gran paquete dirigido a mí: era la Gran Cruz de la Orden de la Corona Italiana. Más sorprendido quedé cuando de regreso a Alemania recibí un segundo envío, éste de la embajada italiana en Berlín: la cruz de comendador de la Orden de San Mauricio. Completamente inexperto en aquellas lides, me dirigí al servicio de protocolo del ministerio del Exterior, por lo que en mi siguiente estancia en Italia, el conde Ciano me concedió la Gran Cruz de la Orden de San Mauricio.

Galeazzo Ciano, yerno de Mussolini y ministro de Asuntos Exteriores de Italia desde junio de 1936, fue la más valiosa amistad que trabé en Italia. A raíz de mi primera estancia en Roma, me fue a buscar al hotel "Excelsior" con su automóvil y me llevó a Ostia, donde practicamos la natación. Hablábamos los dos un buen inglés, por lo que nos comprendíamos perfectamente. Nuestra comprensión mutua fue también grande en el aspecto humano. En cierta manera, éramos unas almas gemelas. Al igual que yo admiraba a Hitler, veneraba Ciano a su suegro. Y al igual que en mi caso ejercía ocasionalmente una crítica mesurada y descubría en Hitler puntos débiles, le ocurría lo mismo a Ciano con Mussolini. Nos hicimos, por todo ello, entrañables amigos. Ciano me ofreció ser su huésped cada vez que acudiera a Roma y procuré hacer con frecuencia uso de aquella invitación privada.

Mussolini gustaba departir con los visitantes alemanes fuera de las conversaciones oficiales. Tenía un gran conocimiento de las cosas alemanas, sobre todo en el orden del espíritu; posiblemente era este conocimiento mayor que el de buena parte de los jerarcas germanos que aprovechaban cualquier pretexto político para efectuar visitas a la soleada Italia. Por lo que a mí respecta, el Duce me puso en dificultades cuando la conversación se centró en Klopstock. Se había ocupado activamente de las obras de Klopstock y creía que este poeta era tan leído en Alemania como podía serlo Dante en Italia. Tuve que confesar a Mussolini que había leído alguna que otra oda de Klopstock, pero que nunca pude pasar del primer cántico de su "Mesías".

—Y aun este primer cántico, Excelencia, lo leí porque así me lo impuso mi maestro.

Mussolini tuvo un gesto de asombro y cambió de tema: Goethe. Un tema inagotable de conversación. El tiempo transcurrió como impulsado por alas. Al término de la audiencia, Mussolini me preguntó cuánto tiempo pensaba permanecer en Roma. Le respondí:

—Pasado mañana tengo que marcharme.

—¿Por qué no se queda más tiempo? — preguntó.

—Me atengo a un viejo proverbio chino — respondí —. El pescado y los huéspedes hieden al tercer día.

Mussolini se echó a reír con una risa tan impetuosa y abierta como hasta entonces había escuchado en pocos hombres.

Mussolini tenía otra particularidad: era un gigante a condición de permanecer siempre sentado. Tras su mesa de despacho destacaba la poderosa cabeza y el fuerte torso. Tan pronto como se levantaba, quedaba borrada aquella impresión. Tenía unas piernas muy cortas y sus pasos apresurados resultaban más ridículos que marciales. Como mayor efecto causaba, era a caballo.

XXVII

Como representante de la juventud alemana, viajé mucho por aquella época y conocí a los dictadores y jefes de numerosos países. Así al Reza Sha de Persia, al rey Carol de Rumania, al príncipe regente Pablo de Yugoslavia, al rey Ghasi en Bagdad, al regente Horthy de Hungría. En todos aquellos países me informé sobre las diferentes formas de la organización de las juventudes. Una de las cosas más interesantes que vi fue la escuela superior de educación física en Ankara y el plantel de jóvenes turcos que llevaban a la práctica las nuevas directrices de educación trazadas según los planes de reforma de Kemal Ataturk. Fue éste uno de los jefes de Estado extranjeros que mayor impresión me causó. Fue el único, asimismo, que abordó inmediatamente lo esencial para mi labor.

—Me interesa extraordinariamente el aspecto social de su movimiento juvenil — dijo —. Cuénteme lo que en ese gran país industrial que es Alemania se hace en beneficio de los obreros jóvenes.

Quería saber todas las particularidades sobre nuestros campeonatos deportivos juveniles a escala nacional e hizo apasionados gestos de asentimiento cuando le informé de nuestros esfuerzos para conseguir un mínimo de catorce días de vacaciones para la juventud trabajadora.

En otros países visitados anteriormente, los uniformes surgían por doquier. En Turquía, todos vestían traje civil. Nadie lucía tampoco una sola condecoración. El propio Kemal Ataturk llevaba un traje oscuro cruzado, aquella tarde en que tomé café con él. Hablaba un francés fluido en un tono bajo y reposado. Fue, sin duda alguna, el dictador más sociable y amable que conocí. Y también me pareció el más inteligente.

Por aquella época ocurrió un trágico acontecimiento cuyo fondo fue silenciado estrictamente a la opinión: el último duelo, sin duda, que se celebró en Alemania.

Mi ayudante Horst Krutschinna, un prusiano oriental de aspecto muy apuesto y carácter jovial, conoció en una fiesta de sociedad a la señora Strunck, esposa del entonces muy conocido corresponsal militar del Voelkischen Beobachter. Roland Strunck se hallaba a la sazón de viaje por Abisinia e informaba sobre la guerra en aquel país. Un día regresó a Berlín sin previo aviso, sorprendiendo en su domicilio a su mujer en compañía de Horst Krustchinna. No creyó en las seguridades que ambos le dieron de que no había ocurrido nada que atentara a los principios matrimoniales y provocó a duelo a Krutschinna.

Roland Strunck era jefe de las S.S. Por ello se constituyó un tribunal de honor formado por jefes de las S.S. y las HJ. Lo presidió el antiguo jefe de brigada Karl Wolff. Leyó una declaración de mi ayudante en la que Krutschinna se ratificaba bajo palabra de honor en que no había tenido relación alguna de carácter íntimo con la señora Strunck. No era aquella ninguna declaración de pura fórmula para salvaguardar el honor de la señora Strunck, sino la pura verdad. Strunck escuchó, embebido en sí mismo, la lectura de la declaración. A la pregunta de si quería retirar el reto del duelo, respondió con una negativa.

Uno de sus amigos explicó más tarde que Strunck le había confiado, meses antes de su muerte, que por la noche le asaltaban pesadillas. En una de ellas, repetida insistentemente, comparecía ante un tribunal y era condenado a muerte. El tribunal de honor fue así para él aquel de sus sueños, y ello explicaba su actitud de ensimismamiento. El tribunal decidió exigir un duelo a pistola "con intercambio de disparos hasta que uno de los dos quedara inutilizado para la lucha".

El duelo se celebró en un claro del bosque de Hohenlynchen, al norte de Berlín. Como ofendido, correspondió a Srunck el primer disparo. El proyectil silbó en el oído de Krutschinna. Éste, que no era un especial tirador de pistola, levantó su arma, apretó el gatillo y alcanzó de lleno a Strunck, que se abatió mortalmente herido.

Hitler se puso fuera de sí cuando le informaron de la muerte de Richard Strunck. Los miembros del tribunal de honor quedaron bajo arresto domiciliario.

—¡Qué extraña concepción del honor es esa! — gritó Hitler —. Un jovencito seduce a una mujer, el marido se indigna y un estúpido tribunal de honor da encima permiso al jovencito para matar al marido. Estoy dispuesto a que estos excesos terminen de una vez para siempre.

Hasta entonces, los duelos habían estado oficialmente penados por el código, pero extraoficialmente tolerados como un delito de caballeros. Cuando las autoridades se enteraban de que iba a celebrarse alguno, los contendientes no eran encerrados en calabozos, sino todo lo más recluidos bajo palabra en sus casas. Pero a partir de aquel instante, semejante tolerancia terminó por completo. Hitler promulgó una orden destinada a la Wehrmacht y a todas las organizaciones del partido por la que se castigaban de forma inexorable cualquier clase de duelos. Lo más curioso es que a mi ayudante no le ocurrió nada: Hitler expresó únicamente su deseo de no volver a verle jamás. Horst Krutschinna pidió su baja de las HJ. e ingresó como jefe de personal en una gran fundición de acero.

Poco después de la guerra murió en unas circunstancias especialmente trágicas. Una chispa ardiente prendió fuego en sus ropas y Krutschinna se convirtió en una antorcha humana quemándose literalmente vivo.

Ilustración 9. Von Schirach, gobernador de Viena


 

Ilustración 10. Robert, Richard y Klaus, los hijos de Von Schirach